1
En la actualidad…
Aquellas últimas noches no había podido dormir bien. No sabía si a
causa del calor, si el motivo era el frío o cuál sería la razón… Bueno, en
realidad sí que lo sabía. No podía dejar de pensar en él. Su recuerdo se había
apoderado de mí.
Llevaba varias noches apareciendo en mis sueños ¿Por
qué? No lo sabía. Pero dentro de mí se removían muchas emociones y demasiados
recuerdos que había creído olvidados. Por lo visto, estaba muy equivocada.
El hecho de que nuestra historia fuera un quiero y
no puedo, de que nos quisiéramos tanto, y el final tan doloroso que tuvimos,
hizo que mi corazón no hubiera cerrado las puertas a aquella historia, a aquel
amor… a aquel primer amor verdadero.
Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él, aunque teníamos
amigos comunes, y me cuestionaba si había sido porque yo no había querido o
porque no me había atrevido, lo único que tenía claro era que desde hacía
cuatro años no sabía nada de su vida.
Recordaba tanta ternura, emoción, sensibilidad…
tanto amor, que me era imposible olvidar aquella historia. Fue mi primer amor
verdadero, una de las personas más importantes de mi vida y era más que
evidente que seguía formando parte de ella sin yo tener voz ni voto para
decidir lo contrario. Mi corazón iba por libre y había decidido reservarle un
rinconcito donde estaba permaneciendo más tiempo del que me habría gustado.
Aquel verano marcó un antes y un después en mi vida.
Fantaseaba pensando si me recordaría alguna vez, si
pensaría en mí como yo lo hacía en él… Me lo imaginaba tumbado en la cama, con
los brazos apoyados bajo la nuca, mirando hacia el techo y recordando los momentos
que vivimos juntos. Especulaba con la idea de que guardara alguna foto mía,
algún recuerdo de aquella bonita historia. Cuántas cuestiones sin respuesta,
cuántas respuestas sin palabras.
Suponía que el hecho de que David, mi actual pareja,
y yo, no estuviéramos pasando nuestro mejor momento, hacía que los recuerdos
adquirieran aún más fuerza.
Tumbada en la cama me planteé levantarme y sacar el
álbum de fotos de aquel verano, aquellas instantáneas que tanto transmitían con
solo mirarlas. Imágenes en las que salíamos en la playa, riendo y disfrutando,
y con un brillo en la mirada que creo que no había vuelto a tener. Pero preferí
no hacerlo e intentar no hacerme más daño. Porque volver a traer a mi memoria
recuerdos tan intensos como aquellos, era provocar a mis sentimientos para que,
de un solo movimiento, crearan un tsunami
con devastadoras consecuencias.
Me levanté despacio y fui directa a la ducha.
Mientras el agua resbalaba por mi cuerpo, pensaba en la manera de volver a
saber de él sin tener que preguntar a nadie de nuestros conocidos. Por más que
mi cabeza me obligaba a no seguir adelante con esta idea, mi corazón continuaba
sin pedirme permiso.
Después, me preparé un café bien calentito y un par
de tostadas con mantequilla y mermelada que me comí de pie, frente a la
encimera, con la mirada perdida, pensando. Quería saber de su vida, qué había
hecho durante estos cuatro años.
Mientras terminaba de comerme las tostadas se me
ocurrió algo. Facebook. Yo ya tenía una cuenta hecha, así que solo faltaba
poner su nombre y apellido y dar a buscar. La operación no parecía a priori muy
complicada, recordaba perfectamente su apellido porque no era nada común y no
perdería nada por probar.
Fui al salón y dejé el café sobre la mesa baja
mientras me acomodaba en el sillón. Cogí el ordenador, lo encendí y lo coloqué
sobre mis piernas cruzadas. Lo puse en marcha nerviosa e ilusionada. ¿Le
encontraría o no?
Esperé mientras este cargaba y mi ansiedad aumentaba.
¿Qué coño me estaba pasando? El ordenador iba más lento de lo normal, ¿o me lo
parecía a mí por lo impaciente que estaba?
Finalmente, la computadora terminó de cargarse y por
fin entré en Facebook, puse mi correo, contraseña y di al intro…
Ojeé por encima, tenía diez notificaciones y un
mensaje de un amigo de la universidad, poca cosa, de hecho, no me paré ni a
mirarlos.
Tecleé con inquietud su nombre, Sergio Bianchi, y le
día a buscar… ¿Sí? ¿No?... ¡Qué nervios!
De repente, el ordenador dio algún fallo y en la
pantalla se vio el icono de la conectividad con una señal de admiración
amarilla encima.
«¡Mierda! ¡Se ha ido la conexión a internet otra
vez!», me quejé. «Creo que me voy a tener que cambiar de compañía… ya van tres
veces esta semana, joder».
Apagué el router
y lo volví a encender, eso era lo que me habían dicho siempre las simpáticas
operadoras cuando llamaba para quejarme. Las lucecitas verdes empezaron a
parpadear hasta que tras apenas un minuto se quedaron fijas. Ya podía
intentarlo de nuevo.
Repetí la misma operación de antes, tecleé su nombre
y di clic en la lupa, miré fijamente la pantalla como si así fuera a ir más
rápido, pero, evidentemente, su velocidad no se modificó.
Por fin. Ya estaba, finalizó la búsqueda... ¡dos
contactos encontrados! Miré las fotos casi sin verlas y sí, ahí estaba, con la
misma bonita sonrisa de siempre… Sergio Bianchi.
Reconozco que en ese momento un escalofrío me
recorrió todo el cuerpo. Ahí estaba, frente a mí, en la pantalla del ordenador.
Volvíamos a «vernos».
En la foto de Facebook aparecía igual de guapo que
siempre. La sonrisa picarona que tantas veces me había seducido, seguía
intacta. Daba la sensación de que no había pasado el tiempo y que, en cualquier
momento, volvería a hablar con él como hacía cuatro años.
En un segundo, miles de recuerdos volaron por mi
cabeza sin tiempo para poder pararlos. Habían sido cuatro años en los que, de
una manera u otra, siempre había estado presente.
Nuestra relación se sesgó con mucho amor de por
medio y, por mi parte, era más que evidente que se había quedado enquistada.
Frente al ordenador pensé: «bueno, pues aquí esta,
ya lo he encontrado… ¿y ahora qué?». Podía mandarle un mensaje y volver a
hablar con él o simplemente enviarle una solicitud de amistad y ver si la
aceptaba.
«Anna no te engañes, él te olvidó, ya no se acuerda
de ti, han pasado cuatro años. Es mucho tiempo como para que te guarde luto,
por algo que terminó por su culpa.
Me quedé pensando un rato sin poder apartar mis ojos
de su foto de perfil, esa mirada que tantas veces me había derretido, me había
hablado, me había sonreído…me había conquistado.
Miré la pantalla y dudé varias veces entre enviarle
un mensaje o una solicitud de amistad. O lo mejor que debería hacer era
olvidarme de todo y seguir con mi vida, para no complicarla más e intentar
arreglar mi relación con David, que a día de hoy pendía de un hilo.
Al final opté por la segunda opción, dirigí el ratón
hacia el rectángulo verde en el que ponía «solicitud de amistad» y, vacilando,
apreté el botón derecho del ratón.
«Bueno, pues ya está hecho, ahora solo toca esperar»,
me sorprendí comentando en alto.
Eché un vistazo a la pantalla durante unos segundos,
esperando que en mis notificaciones apareciera que había aceptado mi solicitud
de amistad.
Inocente de mí, incluso llegué a creer que la fuerza
de mi mente atraería a Sergio hasta su ordenador para aceptar la solicitud y
volver a retomar el contacto que habíamos perdido.
En ese momento, el sonido de mi móvil me sacó de un
plumazo de mis cavilaciones, aparté el ordenador hacia un lado y me incorporé. Me
levanté y lo rebusqué en el bolso. Siempre me prometo que voy a llevar menos
cosas en él, pero nunca lo cumplo. Por fin lo encuentro. Miro la pantalla y veo
que es David. Mi novio.
—¿Sí? —respondí.
—Hola, cariño —dijo sereno.
—Hola, ¿qué tal?
—Bien, aquí sigo, trabajando un montón.
—¿Acabasteis muy tarde la reunión?
—La verdad es que sí. Ya sabes, hay que aguantar
hasta que los jefes gordos quieran dar por terminada la reunión.
—¿A qué hora llega tu vuelo hoy de Turín?
—Por eso te llamaba… —Su tono cambió.
—¿Qué pasa? —pregunté seria.
—Pues ya sabes, no hemos podido cerrar todos los
pedidos que queríamos hacer y volvemos entre mañana y pasado.
—Joder, David —me quejé—. ¿Ni en nuestro aniversario
puedes estar conmigo?
—Anna, no lo hago a propósito, lo sabes —resopló.
—Ya, David, pero es que llevas una temporada que
cuando tenemos planes juntos, casualmente te surge algo.
—Anna, no hagas una montaña de esto, tengo que
trabajar, de verdad.
Me quedé en silencio mientras negaba con la cabeza y
me mordía el labio inferior.
—Anna, ¿me oyes? —preguntó.
—Sí, estoy aquí.
—No te enfades, anda… Mañana o pasado te
recompensaré.
—Ya…, es que ya no me creo nada David —dije
cansada.
—Venga, Anna, por favor.
—No, David, es que son muchas cosas. Sabes que
no estoy así solo porque no vengas hoy.
—Nena, lo hablamos en casa si quieres, ¿vale?
—Vale.
—Mira, te tengo que dejar, Fran me reclama. Te llamo
cuando tenga un rato, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Un besito, nena.
—Otro para ti, ya hablamos.
Y colgué. Y lo hice sin querer esperar a que me
dijera algo más, solo quería acabar la conversación y pensar si valía la pena
estar tan amargada y seguir forzando una relación que para mí tenía los días
contados.
David y yo llevábamos juntos dos años. Nos conocimos
en una discoteca la noche en que celebrábamos el cumpleaños de Veva, mi mejor
amiga. Yo me acerqué a la barra para
pedir una copa, y él estaba a mi lado esperando también para pedir, aunque, en
un principio, yo no reparé en su presencia. Al ir a pagar se me cayó el DNI al
suelo sin darme cuenta y él me lo recogió.
—Perdona —dijo tocándome el hombro para llamar mi
atención, mientras yo me dirigía de nuevo a la pista—, creo que esto es tuyo.
—¡Anda! ¿Se me ha caído? —pregunté extrañada.
—Sí, lo he encontrado en el suelo justo cuando te
marchabas.
—Ah, pues ¡muchas gracias! —respondí sonriendo.
—De nada… —Nos miramos sin saber muy bien que
decir—. Por cierto, me llamo David.
—Yo soy Anna, perdona que no te de la mano —dije
sonriendo—, pero es que las tengo algo ocupadas con las bebidas.
Entonces él se acercó y me dio dos besos que me
pillaron por sorpresa, pero me agradaron. Cuando llevé las bebidas a mis amigas,
se acercó y me propuso tomar algo juntos y charlar. Me pareció atractivo desde
el primer momento que le vi. Pelo
castaño, ojos verdes y una amplia sonrisa que no se le quitó de la cara desde
que empezamos a hablar, hasta que nos despedimos aquella noche dándonos los
números de teléfono y la posibilidad de volver a vernos.
De eso hace hoy dos años y era una pena que esa
sonrisa haya ido desapareciendo por momentos, pero no solo la suya, la mía
también.
Dos años en los que nos lo hemos pasado muy bien,
hemos disfrutado mucho el uno del otro y con el otro, pero ya no era lo mismo y
me daba rabia. Me preocupaba sentirme así, si solo habían pasado dos años… ¡¿No
se suponía que aún deberíamos estar como dos tortolitos?! No sé…
Llevaba un tiempo muy raro, no era tan cariñoso como
siempre lo había sido conmigo. Le notaba distante y no me prestaba la atención
que yo quería y necesitaba. La misma que antes le sobraba.
Yo le preguntaba si le pasaba algo conmigo, y él se
limitaba a responder que eran cosas mías y que veía fantasmas donde no los
había. Pero ya no creía que fueran solo fantasmas, había algo más que lo hacía
real. La chispa que nos quemaba al principio ya no saltaba como antes.
Me
vestí y me preparé para bajar a comprar algunas cosas que me hacían falta en
casa y en ese momento, recibí un whatsapp. Saqué el móvil del bolso y lo leí.
«Perdóname cariño, no me lo tengas en cuenta, por
favor».
Era David. Yo entendía que tuviera que cumplir con
su trabajo, pero era nuestro aniversario y lo iba a pasar sola. Más sola que la
una. Y teniendo en cuenta cómo estábamos, la situación cobraba más importancia.
Si hubiera sido un caso aislado, probablemente no hubiese pasado nada y la
celebración la habríamos pospuesto unos días, pero es que la mochila iba ya muy
cargada y habían sido muchos desplantes, alguna mentira que había perdonado y
una desconfianza que empezaba a crecer sin permiso. Y dudaba que una pareja
pudiera funcionar con estos ingredientes.
Era sábado y podría quedar con Veva y Valeria para
cenar y tomar una copa. Seguro que al final nos animaríamos y acabaríamos
bailando como locas en una discoteca y llegando a casa de madrugada. Siempre nos pasaba lo mismo, aunque saliéramos
sin mucho ánimo de fiesta, solo el hecho de estar juntas ya hacía que nos
contentáramos.
Bajé a la calle y estuve toda la mañana liada
comprando, viendo escaparates, caminando… en definitiva, desconectando, y al
final me decidí a mandar un mensaje a Veva para ver qué planes tenía para esta
noche.
«Veva, dime que tienes algún plan para esta noche…».
Apenas tardó un minuto en responder. Otra cosa no,
pero Veva vivía siempre pendiente del teléfono. Día y noche. La escribieras por
la mañana o de madrugada, tardaba segundos en responder. Vivía pegada
literalmente al teléfono, con el cargador en el bolso por si acaso se le acababa
la batería y así poderlo enchufar donde fuera. ¡Hasta un día se puso a cargarlo
en una discoteca! Yo le decía:
—Pero, Veva, ¡que te lo van a robar!
—¡Qué va! Tengo ya la estrategia muy estudiada, mira
—explicaba mientras me mostraba como lo hacía—, lo enchufo y lo camuflo entre
mi abrigo
—Alucino contigo, de verdad —no pude evitar sacar
una sonrisa.
—Y ¡voilá!
—dijo extendiendo sus brazos.
—Estás como una jodida cabra.
—Lo sé, y por eso me quieres.
En cuanto contesté el teléfono, ahí estaba ella, tan
alegre y espontánea como siempre.
—¡Hola, mi niña! —exclamó.
—Hola, pequeña, ¿qué haces?
—Pues la verdad, haciendo como que trabajo. —Intuí
una sonrisa.
—Y ¿Qué planes tienes para esta noche?
—Pues poca cosa. ¿Se te ocurre algo? ¡Sabes que yo
siempre estoy dispuesta!
—Estoy un poco «depre», ¿te apetece cena y copa?
—¡Claro! Nunca digo que no a ese plan, pero ¿qué te
pasa?
—Buff, luego te cuento con calma —resoplé.
—Pero ¿estás bien?
—Sí, tranquila, movidas entre David y yo.
—¿Otra vez?
—Otra vez.
—Bueno, tú tranquila, que hoy quemamos la noche.
—Vale —me reí—-. ¿Das tú un toque a Valeria o se lo
doy yo?
—La llamo yo si quieres ahora, y así tengo otra
excusa para trabajar menos.
—Ya te vale, ¿pues a las diez en el portal de mi casa?
—¡Perfecto! ¡Besos, guapi!
—Otro para ti.
Así que en eso quedamos, esa noche pretendería
olvidarme de todo lo que me pasaba con David e intentaría disfrutar de la compañía
de mis mejores amigas, Veva y Valeria.
Llegué a casa como a las dos de la tarde, con un
montón de bolsas y mucha extenuación. Y entre ellas, una con comida china ya
preparada. No me apetecía nada tener que ponerme a cocinar después de la
caminata que me había dado.
Preparé todo en la mesa baja para comer frente a la
televisión, me coloqué cómoda en el sofá y resoplé. ¡Que ganas de sentarme!
Tenía el ordenador al lado, así que lo encendí para
ver si Sergio había aceptado o no mi solicitud de amistad. La verdad es que, en
algún momento de la mañana, había pensado en eso, pero había conseguido
resistir sin mirar el Facebook en el móvil.
El ordenador se cargó más rápido que de costumbre y
entré en la red social. Esta vez internet no falló. Entró automáticamente en mi
cuenta, ya que acepté la opción de que recordara mi email y contraseña y no
estar poniéndolo todo el rato cada vez que me conectaba.
Miré nerviosa la pantalla principal, impaciente y
deseosa de encontrar el símbolo de las siluetas de dos personas en color rojo y
así ver si había aceptado mi solicitud. Eché un vistazo sin mirar, tenía los ojos
muy abiertos, pero no acerté a ver nada… Estaba tan nerviosa que estaba a punto
de cerrar el ordenador y seguir con la vida que llevaba hasta hoy, sin
complicarla más.
Por fin la vista se centró, y de paso me centré yo
también, ya era capaz de mirar más allá de mi ansiedad y, para mi desconcierto,
vi que las siluetas de las dos personitas estaban de color rojo. Pinché en
ellas y leí: «Sergio Bianchi ha aceptado tu solicitud de amistad».
2
Hace cuatro años…
Aquel viernes parecía que iba a ser muy soleado, era
muy temprano y el sol irrumpía poderoso por la ventana de la habitación.
Me levanté decidida y pasé toda la
mañana en la playa, entre grandes toallas y coloridas sombrillas. Los niños
corrían de un lado para otro, la gente paseaba por la orilla y surgían
planeados corrillos de amigos comentando el partido de fútbol del día anterior.
A mediodía, recogí y me fui directa al
apartamento. Me preparé algo ligerito para comer y pensé que sería buena idea
volver a la playa de nuevo a disfrutar de la tarde del viernes y de los últimos
rayos de sol del día.
Esta vez dejé la sombrilla en casa y
solo me llevé la toalla, el protector solar y mi ebook. Por la tarde, el sol ya no apretaba con tanta fuerza y no
creí necesaria la compañía de la sombrilla. Lo metí todo en una bolsa de playa
tipo cesta que tenía mi madre en el apartamento y me bajé.
Solo me faltaban cincuenta páginas
para terminarme aquella picante trilogía que tan famosa se había hecho este
último año. Estaba deseando saber el final, pero, por otro lado, estaba tan
enganchada a la historia que no quería que acabase nunca. Sentimientos
encontrados. Sentimientos contrapuestos.
Me puse cerca de la orilla, ya que
por la tarde no solía haber tanta gente como por la mañana y el hecho de que
hubiera menos sombrillas, ampliaban el espacio.
La siesta también hacía mella en mucha gente que se queda remolona en
las piscinas de las urbanizaciones y hoteles.
A mi lado tenía a una pareja de unos
quince años que, entre tímidas miradas y pícaras sonrisas, no podían disimular
lo evidente… se gustaban.
Estaban sentados frente al mar, con
las toallas juntas, pero cada uno mirando a un lado. Ella surcando círculos con
el dedo en la arena y cabizbaja. Él, mientras, dibujando líneas con el pie
sobre el mismo tapiz.
De vez en cuando se miraban de reojo, sonreían
y volvían de nuevo a «delinear» en ese lienzo improvisado. Qué tiernos.
Fantaseando, me imaginé que se habían conocido el día anterior en una discoteca
y habían quedado para pasar la tarde en la playa, pero, vergonzosos y cortados,
se mostraban retraídos. Nunca era igual la noche al día, todo se veía diferente.
Pasé la tarde leyendo y dándome
algún que otro baño. El mar estaba tranquilo e invitaba a relajarse un poco
entre el balanceo de sus olas. Baños cortos, pero lo suficientemente
placenteros como para salir del agua como nueva.
A veces, me tumbaba, cerraba los ojos y escuchaba
de fondo las olas del mar, como si todo lo que tuviera alrededor desapareciera
y nos quedáramos solos ese sonido y yo…
qué relax.
A eso de las ocho de la tarde, cuando
únicamente quedaban grupos de jóvenes jugando al fútbol con improvisadas
porterías dibujadas en la arena, me dispuse a empezar a recoger mis cosas para
irme ya al apartamento. Quería llegar,
darme una ducha y pasear un rato por el puerto.
En ese momento, alguien vino por
detrás y me dio un toquecito en la espalda.
—Hola —dijo.
—Hola —respondí mientras me giraba
para verle.
No sabía quién era, jamás le había
visto. Era un chico alto, con una gorra de colores y un bañador blanco y negro.
—¿Te vas ya? —preguntó mirándome
descaradamente el escote.
—Sí —respondí incómoda, dándome de
nuevo la vuelta y poniéndome la camiseta.
Desde el primer momento, no me
gustó, no me gustó nada. Sus ojos estaban un poco rojos y, sinceramente, pensé
que había bebido más de la cuenta. Cada vez se acercaba más a mí y me sentía
bastante incómoda.
—Me preguntaba si te tomarías una
cerveza conmigo en el chiringuito —me espetó.
—No, gracias —respondí con educación
mientras seguía recogiendo mis cosas.
—Anda, bonita… vente conmigo un rato
—vaciló con la sonrisa torcida.
La verdad es que le costaba
mantenerse erguido y quieto. Perdía el equilibrio y hacía verdaderos esfuerzos
por quedarse estático en el mismo sitio más de diez segundos seguidos.
—No, de verdad, te lo agradezco,
pero me marcho ya… —respondí sin mirarle siquiera y con toda la educación que
podía tener en ese momento.
Estaba empezando a ponerme un poco
nerviosa. Recogía cada vez más rápido para poder irme cuanto antes de allí. De
hecho, casi ni sacudí la toalla por marcharme antes.
—A ver, bonita… que no te estoy
pidiendo matrimonio —dijo jocoso mientras intentaba tocarme el hombro.
Su expresión se tornaba cada vez más
seria y la cosa se estaba poniendo un poco tensa. Intentaba mantener mi sonrisa
amable, pero la verdad es que lo único que me apetecía era mandarle lejos y que
me dejara tranquila. Creo que era más que evidente que su presencia no me
agradaba lo más mínimo.
—Ya te he dicho que no —contesté
enfadada—. ¿No me has oído?
Se acercó más a mí.
—Si va a ser solo un ratito,
preciosa… y lo mismo luego podemos pasar un buen rato juntos.
—¡Que no! —respondí sin mirarle.
Una vez tenía todo recogido, me eché
la bolsa al hombro, me di la vuelta y me dispuse a marcharme, cuando aquel
desconocido me agarró por el brazo.
—¿Pero te vas a ir así?
Ya no dudaba que estuviera borracho, porque
era más que evidente y, por algún motivo, quería a toda costa que me tomara
algo con él. Pero ya se estaba pasando, y a mí me estaba tocando las narices.
—¿Qué haces? Suéltame —le recriminé.
—A ver, creo que no me has entendido
—hizo una pausa—. Te estoy preguntando que si te vas a ir así.
Tenerle echándome el aliento en la
cara me puso mal cuerpo, olía a alcohol que enfermaba.
Me revolví para que me soltara y él
me agarró más fuerte.
—Eres un poco estrecha, ¿no, morena?
—preguntó sin soltarme el brazo.
Ahora sí que me estaba haciendo
daño. Además, me estaba arañando con el reloj al intentar zafarme de él.
—Pero ¡suéltame! ¿De qué vas? ¡Tú eres
gilipollas! —le increpé revolviéndome.
—No hasta que me des un besito de
buenas noches, nena…—respondió sin perder esa malévola sonrisa.
¿Qué hacía? ¿Gritaba? Estaba
empezando a sentir un pánico que me subía por el estómago y que me estaba
mareando. ¿Por qué no me soltaba? Cuanto más me revolvía, más me apretaba el
brazo y lo que más me asustaba es que lo hacía sin dejar de sonreír. Cada vez
acercaba más su cara a la mía con la intención de besarme. Su aliento me
revolvía por dentro y su fuerza hizo que se me cayera la bolsa al suelo. Pero
por más que lo intentaba, no conseguía soltarme.
—¿No la estás oyendo, tío? Suéltala.
De la nada apareció un chico que se
interpuso entre aquel individuo y yo. De un empujón lo apartó de mí e hizo que
pudiera por fin liberarme de su brazo. No sé cómo, pero terminé detrás de aquel
desconocido que acababa de dar la cara por mí.
—¿Estás bien? —dijo este, girando su
cabeza hacia mí, pero sin perder la tensión de su rostro.
—Sí, es que este tío es tonto
—repliqué.
De repente, el borracho se le
encaró.
—¿Perdona? ¿Me estás hablando a mí?
—dijo en tono chulesco.
El chico respondió sin un atisbo de
cobardía.
—Tío, debes de estar sordo, porque
te ha dicho varias veces que la sueltes.
—¿Tú qué eres, su novio? —dijo el
otro cada vez más envalentonado.
—Ese no es tu problema.
—Uhh, qué gallito… ¿Me vas a pegar?
—se burló el borracho.
—No, tío, no me voy a poner a tu
nivel, pero te advierto que si te vuelves a acercar a ella, sí que actuaré sin
contemplaciones.
Al ver a los dos desafiándose con la
mirada y rozándose casi la nariz, cogí a mi defensor del brazo y le eché para
atrás.
—Vámonos, por favor, no vale la
pena.
Aquel desconocido me había sacado de
un gran apuro. Empezó a caminar hacia atrás sin retirar la mirada de aquel
impertinente que tan mal rato me había hecho pasar. Me había fastidiado la
tarde del viernes que pintaba tan bien.
¿O quizá había propiciado que
mejorara?
Caminamos por las tablas de manera
que daban al paseo marítimo, yo entre indignada con ese cabrón y nerviosa por
el chico que tenía junto a mí, y él caminando a mi lado sin perder de vista a
aquel mal educado que se dirigía de nuevo al chiringuito.
Hicimos el camino de madera en
silencio, apenas fueron un par de minutos, pero lo suficiente como para darme
cuenta de que el desconocido que ahora caminaba a mi lado, estaba preocupado
porque aquel pesado no nos siguiera.
Una vez acabadas las tablas por las
que caminábamos, llegamos al paseo marítimo y nos detuvimos uno frente al otro.
—¿De verdad que estás bien?
—Sí, sí, gracias, tranquilo. Ese
cabrón ha conseguido ponerme nerviosa.
—No me extraña. Tienes algo aquí
—dijo mientras me cogía la mano.
Tenía un par de arañazos sangrando
en el brazo. El reloj de ese capullo había conseguido dejarme una huella de
aquel mal momento. El muy imbécil había conseguido marcarme física y
psicológicamente.
—Qué hijo de puta, espero no volver
a cruzarme con él —dijo buscándole con la mirada.
—No, no, déjalo, de verdad. No es
nada.
—Estás temblando —dijo sin soltarme
la mano.
—Bueno, un poco. Una no está
acostumbrada a que la agarre del brazo un desconocido pidiéndole un beso.
—Intenté sonreír.
—Soy Sergio… —se presentó imitando
mi gesto—. Y tú eres…
—Anna, me llamo Anna.
—Encantado, Anna.
Y nos dimos dos besos en las
mejillas. En ese momento, fue la primera vez que le miré directamente a la cara
y descubrí que era un chico muy guapo. Su pelo era castaño, muy cortito por los
lados y un poquito más largo por arriba; los ojos se intuían verdes y lucía
barba de tres días que le quedaba francamente bien.
Era más alto que yo y con cuerpo
definido, llevaba unos bóxer negros y
el torso desnudo. Tenía la camiseta apoyada
sobre el hombro izquierdo.
Con toda la tensión de la situación
que habíamos vivido, me había olvidado de mirarle a la cara. Si lo sé, lo
hubiera hecho antes.
—¿Te ibas a casa ya? —me preguntó
Sergio.
—Sí. Estaba recogiendo mis cosas
cuando el gilipollas ese ha llegado —respondí irritada.
—¿Te apetece que te acompañe?
«¿Qué si me apetece? ¡Claro que me
apetece! Solo hay que verte… Pero venga, va, Anna, que no se te note
desesperada».
—No te preocupes, mi apartamento
está aquí enfrente —dije señalando con el dedo—. Es este edificio blanco.
—Bueno, entonces, ¿me dejas que te
acompañe a cruzar la calle? —respondió sonriendo.
Madre mía, tenía una sonrisa
preciosa, espectacular. Sonreía con la boca, pero también con la mirada,
haciendo que sus ojos transmitieran mucho. Su mirada me hacía sentirme cómoda y
tranquila.
—Venga, vale —respondí con un punto
de timidez.
Esperamos ante el paso de cebra que
dejaran de pasar coches y cruzamos la calle. El apartamento de mi padre estaba
muy bien situado. En primera línea de playa, con un restaurante a un lado y una
farmacia al otro. Era un apartamento más bien pequeño, con una sola habitación,
un baño y el salón con cocina americana, en la que, por su tamaño, no cabía más de una persona. El salón
únicamente contaba con una pequeña mesa de comedor con cuatro sillas, un sofá y
una televisión con muebles.
Lo mejor del apartamento era una
gran terraza con vistas al mar. Un sexto piso que te hacía disfrutar de aquellas
vistas al inmenso océano, donde tantas veces mi imaginación se había perdido.
Al cruzar la carretera, ya habíamos
llegado a nuestro destino. Apenas diez pasos distaban del apartamento, y
subimos las escaleras que accedían al portal. Era el momento de despedirnos y,
la verdad, no me apetecía nada decirle adiós. Casi no habíamos hablado y
reconozco que era lo suficientemente vergonzosa como para despedirme con
educación y no volver a verle más, con tal de no superar mi timidez y pedirle
su teléfono. ¡Ni loca se lo pediría! Además, aquel chico tenía que tener
pareja. Sergio no podía estar soltero, solo había que verle. Ya no únicamente
por su físico, sino por su labia y su facilidad para conectar con la gente.
—Bueno, pues aquí es —le dije indicando
la puerta del portal.
—Que rápido hemos llegado, es una
lástima —respondió sonriendo.
Se hizo un silencio en el que yo
miré hacia un lado sin saber qué decir, y el sacó su móvil del bolsillo para
ver la hora.
—No sé cómo agradecerte lo que has
hecho por mí antes. —Rompí el hielo.
—No tienes por qué agradecérmelo, se
estaba pasando contigo. Cualquiera habría hecho lo mismo que yo.
—Bueno, pero fuiste tú el que
estabas ahí en ese momento.
Nos quedamos mirando fijamente el
uno al otro. Hablando con los ojos, conversando sin palabras. Tras unos
segundos, Sergio se puso la camiseta y deshizo el silencio.
—Bueno, ¿y cómo tienes esas heridas?
—preguntó buscándolas con la mirada.
—Bien, no te preocupes, solo son
unos arañazos.
—Ese capullo se ha portado muy mal
contigo… —dijo serio, sosteniéndome la mirada y frunciendo los labios.
Y esa mirada fija que antes se había
producido entre nosotros, se volvió a repetir. Pero en este caso, fui yo la que
habló, porque podíamos tirarnos así lo que quedaba de tarde.
—Bueno, pues me ha encantado
conocerte, Sergio, aunque haya sido en estas circunstancias. Muchas gracias por
todo, de verdad —dije sonriendo.
—No me des las gracias, ha sido un
placer —respondió con la misma mueca.
¿Por qué tendrá esa sonrisa tan
bonita? ¿Por qué me miraba con ella todo el rato en la cara? ¿Se me estará
notando que me estoy poniendo colorada? O deja de mirarme así, o mis mejillas
empezarán a arder.
—Bueno, pues lo dicho, nos veremos
por aquí. O eso espero —dijo mientras me daba dos besos y ponía su mano en mi
espalda.
—Sí, ya sabes dónde vivo —respondí
espontánea.
¿Había dicho eso en alto? Qué
vergüenza, ¿estaría pensando que le estoy invitando a casa?
—Un placer, Anna —dijo en tono de
despedida.
—Igualmente, Sergio —respondí,
maldiciendo mi timidez.
Y Sergio empezó a bajar las
escaleras que le llevaban al paseo marítimo. Hasta aquí había llegado la
«relación» con aquel chico tan guapo y tan agradable.
Me giré y me dispuse a buscar las llaves del
portal en mi bolsa de la playa y, para variar, no las encontraba. En ese
momento, escuché:
—¡Anna!
—¿Sí? —dije girándome hacia las
escaleras.
Era Sergio, al principio de la
escalinata, empezando a subirla de nuevo.
—Que me preguntaba… que, si querías,
te daba mi número de teléfono por si necesitabas de nuevo los servicios de un
guardaespaldas —dijo guiñándome un ojo.
Sonreí. ¿Cómo no voy a sonreír?
¡Estaba ofreciéndome su número de teléfono! Me hizo mucha ilusión. A ver ahora
cómo le decía que estaría encantada de tenerlo sin parecer desesperada.
—Si no quieres, no, ¿eh? —dijo al
ver que no le había respondido aún.
—Sí, sí, perdona, es que… da igual
—negué con la cabeza.
Finalmente, nos dimos los teléfonos,
con la condición de que, si alguno de los dos necesitábamos un guardaespaldas,
nos llamaríamos. La de tonterías que somos capaces de decir cuando alguien nos
gusta. Y a mí, me gustaba.¿Le pasaría a él lo mismo? No, no creo, ese chico
podría tener a quien quisiera y, no sé por qué, pero pensaba que yo no era su
tipo. A ver, era evidente que el chico entraba por los ojos, eso era innegable,
y me gustaría verle de nuevo por si podía surgir algo, pero como antes había
dicho, era muy retraída y eso me privaba de muchas oportunidades.
Así que permanecí con una sonrisa
perpetua en la cara mientras subía en el ascensor.
Salí de él, me acerqué a la puerta
de mi apartamento y, cuando me disponía a coger las llaves para abrir, sonó un bip en mi móvil. Tenía un whatsapp. Lo miré, y mi sonrisa se
amplió aún más. Era de él, de Sergio.
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