PRIMER CAPÍTULO DE LA SERIE "POR AMOR"
1
La noche prometía, aunque el plan previsto no me
entusiasmara demasiado desde el principio. Cloe se había puesto tan pesada en
que la acompañara que, al final, tras sobornarme con invitarme a unos
buenísimos profiteroles bañados en chocolate caliente si iba con ella, hizo que
definitivamente pudiera más la gula que mis pocas ganas de ir. Al fin y al cabo,
solo era una fiesta de fin de curso con la misma gente del instituto que, día
tras día y durante cuatro largos años, me había encontrado por los pasillos. Ir
a tomar algo a una discoteca para volver a ver a la gente de siempre y fingir
una sonrisa como si te alegraras de verlos. ¡Qué divertido! (Nótese la ironía.)
También tengo que reconocer que soy bastante antisocial. Con esto no me refiero
a que vaya ignorando a la gente que me habla ni que sea una borde malcriada,
pero bueno, digamos que no hacía mucho por ampliar mi círculo de amistades. Me
sentía segura en mi zona de confort, con mi espacio, mi gente y mis manías.
Porque también era un poco maniática —más bien diría que perfeccionista—,
aunque no una de esas chifladas que vigilan obsesivamente si sus cosas están en
el mismo sitio donde las había dejado treinta segundos antes. Me gustaba hacer
las cosas bien aunque tardara más tiempo en realizarlas, y eso hacía que a
veces mi paciencia, que ya os digo que tenía bastante, empezara a rozar límites
poco agradecidos para la gente que se encontrara en esos momentos a mi
alrededor.
—¿Que tengo que hacer qué? Estás de coña, ¿verdad,
Cloe? —dije mirándola incrédula.
—Anda, no seas carca, lo pasaremos bien —respondió
mientras sacaba de su bolso un pequeño espejo y ponía morritos para comprobar
que sus labios maquillados seguían manteniendo el mismo tono rosa palo que
llevaba cuando había llegado a su casa.
—No es cuestión de ser carca, es cuestión de dignidad
—respondí mirando al techo y resoplando.
—¿Dignidad? Y qué más da eso. Hoy en día casi nadie
tiene —alegó mi amiga sin mirarme.
—Cloe, me estás pidiendo que aparezca en la fiesta
vestida como una jodida verbena —dije mirándola de medio lado.
No pudo evitar soltar una carcajada, que terminó por
contagiarme. Cerró despacio el espejito y lo volvió a guardar en el bolso.
—¿Una verbena? ¡Anda ya! Iremos… a ver qué palabra
utilizo para que me entiendas… —Se quedó pensativa para encontrar el término
exacto—. Atrayentes —dijo por fin.
—¿Atrayentes? Venga ya. Ridículas,
diría yo.
—Pero vamos a ver, Naira —dijo incorporándose en el
sillón y poniéndose frente a mí—. La consigna de la fiesta es la misma para
todos, así que si quieres definir que nuestro atuendo será ridículo, todos
iremos ridículos. Así que espabila y mueve el culo.
—Joder, ya podrías habérmelo avisado antes; faltas
un par de días al instituto y te pierdes la información más importante de todo
el año. ¡A ver ahora lo que encuentro! —protesté.
—No seas fatídica y ve a casa a prepararte. Yo voy a
darme una ducha. ¡Y no te quedes ahí sentada, que te conozco!
Mi amiga se levantó con agilidad, y mientras se
dirigía hacia el baño, volvió la cabeza con alegría y me dijo adiós con la mano,
tipo despedida de una princesa o una reina, moviéndola y girando solamente la
palma de un lado a otro.
—¡Luego nos vemos, guapi!
—Venga, vale… Que sí, que voy… —respondí con desgana
apoyando los brazos en el sillón con total apatía y resoplando.
Me levanté del asiento, cogí el bolso de mariposas que
había dejado apoyado en una de las sillas del comedor y me fui de casa de Cloe,
no sin antes despedirme de su hermano, que jugaba a la consola en su habitación.
—¡Chao, enano! —exclamé asomando solo la cabeza por
el marco de la puerta.
—¡Adiós, Naira! —respondió sin apartar los ojos de
la televisión.
Vivíamos
cerca una de otra, apenas cruzar una calle y ya estaba en mi casa. Era un
barrio céntrico de Madrid, la Latina, uno de los más castizos de la capital. Cloe
y yo vivíamos en la calle Colegiata y Noemí en una calle cercana, Duque de
Rivas. Cuando llegué no había nadie en casa. Mi madre trabajaba hasta las seis
y mi padre llegaría como a las siete. Ahora eran las cuatro y media, y a las
ocho de la tarde había quedado en el portal con Cloe y mi otra amiga, Noemí.
Nada más entrar en mi casa fui directa a mi
habitación y me planté frente al armario con los brazos en jarras pensando qué
ponerme para la fiesta y, sobre todo, recapacitando en qué momento había
aceptado ir. No me apetecía absolutamente nada romperme ahora la cabeza
pensando en cómo hacer el mayor ridículo de mi vida en la fiesta de fin de
curso antes de hacer la selectividad.
La consigna era clara, muy a mi pesar: teníamos que
llevar en nuestro atuendo, y repartidos como nos diera la gana, ¡todos los
colores del arcoíris! ¡Pero a quién se le habrá ocurrido semejante chorrada! Mi
fondo de armario no era nada del otro mundo. Reconozco que me gustaba la ropa,
pero para conseguir todo lo que deseaba tener y de las marcas que quisiera comprar
había que disponer de mucho dinero, y yo… no lo tenía. Vivía con mi madre y mi
padre en nuestra casa, y yo sobrevivía con la paga que me podían dar y con lo
que me sacaba de vez en cuando cuidando a la niña de cuatro añitos de la vecina
de arriba.
Tenía
diecisiete años y mis padres me decían que debía acabar mis estudios, que no hacía
falta que buscara un trabajo más estable, que estaba bien ahora como estaba y
que ellos me pagarían mis cosas. Pero claro, dentro de un límite, y no es que
sea de gustos caros, pero la ropa era en cierto modo mi debilidad, la única, tengo que reconocer. No fumaba, no
salía mucho con mis amigas,
y los libros que adquiría me los compraba digitales para que me salieran más
baratos, aunque donde esté un libro en papel, con su olor característico, su
tacto, su textura… Pero bueno, que me desvío, que no sabía qué ponerme para la
fiesta de fin de curso del instituto antes de realizar los exámenes de acceso a
la universidad. Estaba algo agobiada por esas pruebas; te lo jugabas todo a una
carta, pero había que hacerlos y demostrar todo lo que se había estudiado
durante el año.
Era la última celebración,
y el instituto había hablado con una discoteca grande de la zona para celebrar
que nos despedíamos de este centro para cambiar de escenario y comenzar la
universidad, quien quisiera ir, claro. Otros preferían hacer algún módulo o
directamente comenzar su vida laboral y dejar de estudiar.
Yo, por mi parte, quería hacer la selectividad y
estudiar Magisterio.
Magisterio de primaria. Desde siempre me había gustado ser profesora, y,
aunque mis padres me dijeron que me lo pensara antes, que había muchas más
carreras con más salidas laborales, una tarde les argumenté mis razones por las
que quería estudiar esta carrera y su respuesta fue que si a
mí me hacía feliz, no había nada más que hablar.
Tenía muy buena relación con mis padres; éramos un
prototipo de familia en la que podíamos hablar de todo. Bueno, de todo, no. Obviamente había temas que yo no
comentaba con ellos, como, por ejemplo, chicos, citas, de si me gustaba uno u
otro…, ¡y de sexo,
menos!, pero, por lo demás, nunca dudaba en pedirles consejo. Y el tema
relacionado con los estudios que quería cursar fue uno de ellos.
Mientras seguía mirando mi armario con cara de total
ostracismo y pereza, mi móvil empezó a sonar. Me acerqué al escritorio, donde
había dejado el teléfono, y lo cogí. Miré la pantalla y vi que era Noemí, otra
de mis grandes amigas.
—Noe, dime que no vas a la fiesta porque te han
salido unas paperas enormes y que quieres que me quede contigo toda la noche
cuidándote —dije del tirón nada más descolgar.
Detrás del auricular se escuchó una carcajada.
—Pues no, nena —respondió ella—. Te llamo para
animarte porque sé que no estás con muchas ganas de ir.
—Ya te ha escrito Cloe, ¿no? —dije tirándome de
espaldas a en la
cama.
—¿Qué más da
eso? ¡Vamos a disfrutar que acabamos ya de una vez el coñazo de instituto! ¡Aunque
sea solo por decirles adiós a todos con el dedo corazón! —Ella
siempre tan sutil—. Anda, nena, prepárate y ¡vamos a darlo todo!
—Joder, estás animadísima, ¿eh? —dije sin mucha
euforia.
—Ya ves… hay que disfrutar de la vida, nena. Además,
piensa que tu queridísimo «Romeo» estará también por ahí… —dijo
sarcásticamente.
—Anda, ¡no seas tonta! —me quejé esbozando una
sonrisa invisible para ella—. Fíjate que no me lo imagino diciendo: «se ríe de las cicatrices quien
nunca ha sentido una herida» —recité en un tono teatral exagerado.
—Ya ya, yo seré tonta, pero reconoce que te mueres
por verle fuera del instituto otra vez —vaciló—. Por cierto, sabes que eres una
friki de Romeo y Julieta, ¿verdad? —susurró.
—Sí, lo sé… no puedo evitarlo; he leído la obra
tantas veces que me la sé de memoria —dije con aire de suficiencia—. Y lo dicho,
Noe, ¡a Mora lo veo todos los días! —continué sabiendo que realmente me moría
por tenerlo cerca, pero no podía reconocerlo tan abiertamente ante ella.
En realidad, era un verdadero suplicio verlo todos
los días en clase, con esa cara, ese pelo, ese cuerpo, esa voz… ¡ese todo! Pero
tenía que mantener el tipo y no parecer tan desesperada, o mis amigas estarían
todo el día vacilándome y gastándome bromitas, o,
lo que es peor, él se daría cuenta… y ahí sí que ya preferiría que la tierra me
tragara cual gusano antes de cruzarme con él en clase o en los pasillos
sabiendo que sabe que me gusta.
—Naira, llevas todo el curso babeando por él. Y
además, el viaje de fin de curso de la semana pasada dio mucho de sí, ¿eh,
nena?
—¡Pero qué dices! ¡Si la última palabra que crucé con
él fue en el avión de vuelta!
—Ya ya… ¡pero qué frase! ¿Quieres que te la
recuerde? «Déjame conocerte» —dijo con voz grave imitando la de Mora.
Una nube de mariposillas revolotearon por mi estómago
al recordar ese momento en el avión de vuelta de París.
—Ponte cañón y vamos a celebrar el fin de fiesta
como se merece —me alentó Noe.
—¿Vestida de florero? —ironicé levantando una ceja.
—Anda, ¡no seas agonías! Ahora te doy un truquillo
para la vestimenta de la fiesta.
Nos despedimos,
y la verdad es que su idea me solucionó el no tener que ir a la fiesta vestida
como un cuadro de Picasso, con todos mis respetos al pintor.
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